Un paseo por la ciudad
de Estella-Lizarra.

Ciudad hecha de burgos que hermanados luchan por conservar
sus costumbres y que admite como enriquecimiento cuanto de bueno traen los
nuevos pobladores. Viejas y nuevas tradiciones que la han marcado con el fuego
de la ironía en el comportamiento de sus ciudadanos. Que crece despacio, sin
prisas, sabiendo que será el buril de la historia quien marcara el camino por
donde transitar.
Lugar de caminos que nos hablan de libertad y que nos recuerdan
que siempre se está a tiempo de volver a ella. Ciudad de emprendedores, no
siempre acertados, pero que le han conferido su carácter cambiante y extrovertido.
Donde desde siempre, asomarse al rio Ega es una forma de mirar el paso lento de
la vida, autopista natural de comercio y sustento de medievales hambres, hoy,
ociosa afición. Que recupera lo que los desastre de las muchas guerras que en
ella se libraron. De reciales rincones donde refrescar el espíritu en los
agobiantes días de verano. Con iglesias fortaleza donde la religión se funde
con la política en la preservación de las costumbres. Como la iglesia de san
Pedro, matriz del sentimiento y lugar de oficios para los reyes de Navarra.
Tumba del obispo de Patras y mausoleo de Pedro de Navarra, último mariscal del
viejo reino que rechazo títulos y prebendas y fue asesinado por no admitir como
nuevos reyes a quienes la invadieron.
De claustros de conspiración y rezo, pasos nunca perdidos y
sí acompañados por la belleza de sus formas y capiteles. De calles por donde
pasean su espíritu, Pio Baroja, Valle-Inclan acompañando los anhelos de sus
personajes; Zalacain o el marqués de Bradomin.
Hogar de místicos donde la palabra se hace rezo de interpretación
piadosa. De fuentes de chorros de vida que como manantial del tiempo sacia la
sed del peregrino. De acomodo de palacios, rúas viejas y hospitales de
peregrino. De puertas abiertas para las gentes de bien.
En definitiva, una ciudad para ver, sentir y vivir.
Julián Ruiz Bujanda