lunes, 8 de noviembre de 2010

                     
           TEJADOS

Asomado a mi ventana, y mientras fumo obligado por la cortesía de no llenar la casa de humo, contemplo una de las estampas más bellas y anárquica de la ciudad, sus tejados. En todos ellos se concentra el libro de la vida, que ellos, como tapas de barro cocido guardan en su interior paginas de conversaciones y vivencias escritas a lo largo del tiempo, por quienes se cobijaron en su abrigado y en ocasiones abigarrado útero. En los tejados se encuentra reflejada la cromática altanería de la vida. Los hay de media pendiente, de pendiente aguda y altanera, de orgullosa claraboya, obviando que su función es la de dar luz a oscuras escaleras y lúgubres habitaciones. Suaves y de altivas solanas o áticos. Y sobre casi todos ellos, asoman orgullosas chimeneas en desuso de cocinas económicas hoy inexistentes, volcanes apagados por la modernidad. Sólo acompañadas por antenas de hierros retorcidos que como viejos huesos descarnados de su función, se inclinan en su vejez y dejadez de sus dueños que casi nunca se ocupan de retirarlas cuando su misión ha llegado a su fin. En esos momentos tengo la sensación de ser yo mismo un volcán a extinguir, el último de esa generación de hombres y mujeres fumadores empedernidos que dejan escapar en el aire las volutas de humo de sus cada día más clandestinos cigarrillos, lejos de los reproches de los bienintencionados que nos obligan a curarnos de nuestro pernicioso vicio por obligación. Y es en esos momentos cuando me niego a bajar la mirada hacia la calle y ver unas gentes  que caminan en un viaje a ninguna parte y sin reparar en nada. Hombres y mujeres atados a la esclavitud del nuevo tiempo y que cada día comprendo menos, en un mundo más hostil y menos mío. Prefiero acomodar mis pensamientos en los tejados o las casas, que pared con pared descansan unas con otras en un esfuerzo solidario, de tejados anárquicos, antenas reclinadas y volcanes apagados.

                              Julián Ruiz Bujanda

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